No sé si Pedro Sánchez nos ha indignado o emocionado con su discurso de renuncia al acta de diputado. Si sé que ver a un señor de la política exhibiendo sentimientos aún nos desconcierta, al menos a mi. Y no acierto a decidir si quiero dejarme conmover por sus lágrimas contenidas o no quiero dejarme atrapar por la vorágine de este circo mediático.
Acostumbrado, como Sánchez debe estar, a las traiciones y acuerdos de pasillo, parece inverosímil que todavía le quede piel sin curtir. Es por ello que, frente a estas muestras de humanidad que puntualmente surgen en el escenario político, se activan mis defensas y analizo las palabras y los gestos con cautela científica.
Mientras, las redes sacan humo. Eso sí, divididas entre los que convierten a Pedro en héroe nacional por haber mantenido una actitud consecuente y los que acusan a Sánchez de ser un covarde por haber abandonado a sus seguidores y sus principios. Curiosa paradoja.
Alguno habla de suicidio político. Yo lo interpreto al revés. Parece un intento racional y ordenado de sobrevivir dentro del sistema. Lo heroico hubiese sido votar NO. Un No desafiante, idealista, romántico, histórico….
Ay, amigos! ¿A quien no le cuesta decir no? No a los hijos, a los jefes, a los clientes… Es más fácil asentir o callar. La incapacidad para decir No es un mal común. Pocos son los que poseen el talento y la sabiduría, o la ingenuidad y la locura (según como se mire) para discrepar, desobedecer y desacatar sin rinderse. Y entre ellos no está Pedro Sánchez. Todavía. Pero siempre se puede aprender a decir No.