Antes, de joven, no me gustaban las bodas. Ahora, tampoco. Pensaba que eran aburridas, que la novia estaba más fea que nunca y que por mucho empeño que uno pusiera en dotar al evento de personalidad propia, el resultado siempre acababa siendo una horterada. Productos de serie con novias de blanco, o no, pero que en un 90% de casos llevan demasiado maquillaje y demasiada laca. Los novios no haría falta ni que se presentasen a la cita, probablemente nadie lo notaría. Sigo pensando lo mismo.
¿Sabéis si los invitados e invitadas todavía agarran la servilleta y la hacen rodar por encima de sus cabezas cuando la nueva parejita entra en el restaurante? La primera vez que presencié esa escena de aires medio taurinos me quedé patidifusa, con la boca tan abierta que todavía conservo el regusto de las moscas que me entraron.
Fue en el año 2004, si no recuerdo mal. Se casaba una compañera de trabajo, y amiga, y nos invitó a unos cuantos del curro. Nueve o diez. Tengo que reconocer que fue la boda más bonita, teniendo en cuenta las limitaciones del género, a la que he asistido nunca. Se casaron en una ermita cerca de Olot. En medio del bosque.
¡Ai, si hubierais visto los aperitivos! ¡Os habriais caído de culo! Y no es ironía.Y que nadie piense que estoy insinuando que vuestra potencial caída pudiera o pudiese tener algo que ver con que el suelo estaba resbaladizo porque dieran una comida de mierda. ¡No! Todo lo contrario. Estamos hablando del restaurante “Les Cols” y prepararon entrantes de diversas culturas, amenizado todo con atrezzo humano (si es que existe este término) en forma de japoneses vestidos con kimono y africanas con las tetas al aire. Esto último, lo de las tetas, probablemente es un falso recuerdo. Todo estaba delicioso. Un 10. ¡Gracias Sara!
La cosa acabó mal. Mal, porque los de mi mesa nos transformamos en adolescentes. Es la única manera de justificar nuestro comportamiento. Decidimos coger prestadas un par de cajas de cervezas y nos las llevamos tal cual. Se ve que no nos bastaba con todo lo que habíamos bebido… o igual fue nuestra pequeña venganza por lo larga que se nos hizo la comida, con tanto discurso y tanto peloteo. En un momento dado alguien agarró el micro. Y aquí lo dejo, ya que no me consta que estas alturas lo haya soltado.
Volviendo al tema de la servilleta, ante mi estupefacción, me explicaron que ese recibimiento era ya una tradición que formaba parte del guión no oficial en todo ceremonia matrimonial y luego me preguntaron cuánto tiempo hacía que no iba a un casamiento. Pues exactamente tres años.
En agosto de 2001 se había casado mi hermana Júlia. Y yo fui a la boda. Evidentemente. Me compré de rebajas un vestido de Josep Font (10.000 pesetas me costó. Una ganga). Fue un casamiento inesperado. Sólo hacía diez años que mi hermana y mi cuñado se habían prometido. Pero ellos lo veían claro. ¡Pues adelante!
Richard Ashcroft sonando a toda pastilla. Así fue como entraron los novios al restaurante y yo no vi a nadie hacer rodar pañuelo alguno ni servilleta. Y mira que había gente….Pero que sé yo, en esa época no llevaba ni gafas ni lentillas y las necesitaba, creedme, porque tuve algún incidente. Volviendo a la boda del año, creo que es el enlace con más invitados al que he asistido. Y en pleno agosto. Me pregunto si quedaba alguien paseando por la ciudad ese día. O se habían ido a Salou o estaban en ese macro evento. Fue macro, pero con mucha clase. Y muy catalán todo, con sardanas, mas no como sardinas.
La boda de mi otra hermana, seis años antes, había sido muy diferente. Solo invitaron a los familiares más directos. Se casó con pantalones. Bueno, se casó con Salvador y ella llevaba pantalones. (Que no es lo mismo que decir que ella llevaba “los” pantalones). Mari Carmen, mi hermana y su marido siempre han tenido una relación paritaria en términos de pantalones, que nadie lea más allá.
Hablando de carros (en mi cabeza suena Manolo Escobar), ese día, yo casi pierdo el mío. O más bien el de mi padre… Pedí que me dejaran llevar el coche de los novios y lo intenté. Y no lo pude aparcar. Los volantes no son lo mío.
Una vez casi me ahogo por culpa de un volante. Imaginad: Hora de comer, toda la familia en la mesa hablando de cuánto se tardaba en tener el carné de conducir una vez aprobado el examen. Alguien dice: Te tienen que enviar un volante desde Madrid. Y mi hermano pone cara maliciosa, levanta una ceja, y con una media sonrisa hace el gesto con las manos de estar conduciendo mientras dice: ¿Un volante? Aquí a una servidora, que estaba bebiendo agua, le entró la risa tonta y el líquido se equivocó de agujero. De hecho, y digo de hecho aunque aquí no tiene nada que ver, nada, hay quien dice que en caso de atragantamiento hay que introducir un dedo en el ano. Pero eso no ocurrió. Al menos en el mío. De ano. Digo.
Lo pasé tan mal que cuando mi padre se levantó de la mesa, después de que yo diera mil vueltas por la casa para dejar de escuchar las risas, y me fue a dar unos golpecitos en la espalda (no había tiempo para sodomizar a nadie, y menos a mi que ese día llevaba pantalones, que probablemente eran de mi hermana…) me agarré de su cuello en un abrazo sincero y me despedí. Porque mi padre me mata si me voy sin saludar…..La educación, lo primero. Y eso fue lo que me salvó.
Me pregunto si mi hermana decidió invitar a poca gente para simplificar el tema. Sobre todo, para evitar disgustos como el que ella tuvo con la mesa que le tocó cuando se casó mi hermano. ¡Qué mal lo pasó! Y eso que era ella quien se había encargado de la distribución de las mesas. No es broma. Pero esa fue la primera de la bodas de la familia (exceptuando la de nuestros padres) y había mucho estrés.
Empiezo a estar harta el tema. No sé si en mi mente caben más anécdotas casamenteras. Tengo la misma sensación que cuando estaba en el banquete de la boda de mis amigos de Donosti. Bien, ella es navarra y la boda se celebró en Pamplona. No me malinterpretéis, en términos de felicidad y juerga y buena compañía, (sin la mirada impositiva de mis familiares semi lejanos) fue la mejor. Mi recuerdo sobre la sensación de ya no poder más es por el montón de comida que sirvieron. Supongo que salimos de allí rodando. ¿Conocéis el título de la película “Ocho apellidos vascos”? Pues parece ser que sirven un plato para cada apellido. No es broma.
He asistido, creo recordar, a tres bodas civiles. La primera, la de mi padre y su mujer, en los Juzgados, tenía que ser un simple trámite pero mi hermana mayor, la de los pantalones, se negó rotundamente. En esta ocasión, comimos todos en la misma mesa. Eramos pocos. Espero que le tocara en un buen sitio pero no me atrevo a preguntárselo, por si dice que no y estaba a mi lado.
Mi padre ya se había casado una vez, con mi madre. En esa ocasión mi abuela, su propia madre, no pudo acompañarlo al altar porque estaba muy enferma y ella misma le dijo que prefería verlo casado en vida a que aplazasen el enlace. No sólo no se murió entonces, sinó que pudo ir a la segunda boda, más de treinta años después (los médicos que le dieron tal pronóstico ya habían fallecido todos). Y todavía vivió casi quince años más.
También mi amiga Gemma se casó por lo civil, en el Ayuntamiento. Y luego nos fuimos a beber unos cocktails. Fue todo muy correcto y comedido. No puedo hacer broma alguna. Por más que lo intento.
Al final, supongo que si tengo que escoger una única boda entre todas las de mi vida, esa boda tiene que ser la mía. Pero por desgracia para mi, no para vosotros, tengo un contrato firmado que estipula que no puedo hablar de ella ni desvelar ningún detalle hasta el año 2066 (vencido).