—¿Si? — dije. Y automáticamente, cerré los ojos. Quería focalizar todos mis sentidos en uno. Pero la verdad, no entendí nada de lo que me estaba contando la voz que había al otro lado de la línea. A veces me olvido de que estoy medio sordo, cada vez más. Sobre todo, estos días, encerrado aquí en casa, solo, hablando solo. Como yo a mi me oigo perfectamente, pues no me acuerdo de que a los otros no les entiendo.
—Si — dije de nuevo, esta vez asintiendo, como si realmente estuviera siguiendo la conversación. No tenía ni idea de quien me estaba hablando ni de qué me estaba hablando.
Tampoco es que reconociera el número que salía escrito en la pantalla. Es tan chiquita la letra, que yo nunca miro lo que pone. ¿Qué queréis que os diga? Cuando uno ya tiene casi ochenta años, pues ha visto muchas cosas y la verdad mis ojos ya no dan más de sí. Podría ser un 6 o una J, ni lo intento, qué más da. Pero eso no se lo digo a mis hijos. Cuando me operaron de cataratas pensé que mejoraría y volvería a distinguir a las mujeres feas de las guapas, pero me hicieron un desastre y los reflejos me ciegan. Y luego está esa mosca que viene y va. Hace un par de años cometí un casi fatídico error, casi, y se lo comenté al médico. Casi me confiscó las llaves del coche. Casi. Así que me dije, “Manolo, si quieres seguir conduciendo, calladito estás más guapo”.
—¿Cómo dice? — pregunté. Esta vez, mi interacción resultaba totalmente cierta. Y se hizo un silencio ensordecedor. “¡Qué lástima!” pensé…Van a colgar, me he precitado, se han dado cuenta. Estas llamadas me hacen compañía, aunque no tenga ni puñetera idea de con quién hablo, porque soy viejo y estoy más sordo que una tapia.. pero este es mi secreto. Lo de que soy viejo es obvio pero lo de la sordera, intento disimularlo.
También intento disimular este insufrible dolor de piernas que pone a prueba mi mente y mi cuerpo. A cada pinchazo, veo una estrella. Pero no una de esas estrellas fugaces, no, una estrella con pinchos. Pero yo no me quejo. Una vez se lo insinué a mi hijo, y al dia siguiente ya estaba la familia entera reclamando la silla de ruedas de la abuela que habían prestado a un primo segundo. Casi me la meten en casa. Casi. Así que me dije: “Manolo, si quieres seguir en pie, calladito estás más guapo”.
— Sí, sí — le dije de nuevo a la voz. Con firmeza y controlando los tiempos. Mientras diga que sí, vamos bien. A la que diga que no, se acabó. Una vez cometí el error de llevarle la contraria a mi nuera, que se sacó un cursillo online sobre leyes (el máster en maldad lo tenía de antes, presencial), y a los cinco minutos ya estaban iniciando los trámites para incapacitarme delante de un juez o de un notario, lo que encontraran abierto. Casi lo consiguen. Me salvé por la campana. Literalmente. Se les había roto la campana de la cocina y cambiaron la cocina entera, baldosas incluídas, gracias a un generoso donativo que salió de mi bolsillo, con mucho gusto. Y yo me dije, “Manolo, si quieres seguir existiendo (pues como dijo Descartes, “cogito ergo sum”) calladito estás más guapo”.
—Ajá, ajá — pronuncié despacio y guturalmente. Este recurso es realmente útil, pues no das a entender nada en concreto y sin embargo, está claro que escuchas. Clarísimo. Desde luego. Por supuesto. Y casi al unísono, colgamos los dos, satisfechos.
Suspiré “¡Qué absurdo todo!” pensé. Y me vino la tristeza de la soledad y la añoranza. Pensaba en Encarna. ¡No sabéis cómo la echo de menos! Ella era mis ojos y mis oídos y mis piernas. Una vez cometí el error de llorar delante de mi familia porque estaba triste y casi, casi, me internaron en un sanatorio por depresión. Por miedo a que me suicidara. Ese día me alegré de estar sordo, ciego, cojo, loco y triste. Definitivamente.
Después de colgar, encendí la tele. Hablaban del Coronavirus. No me hacía falta ni ver ni oír para saber eso. Del Coronavirus y de nuestros mayores. De sus mayores. De sus queridos mayores.
—“Manolo, déjalo aquí, que calladito estás más guapo”…