Señores pasajeros, abróchense los cinturones de seguridad porqué vienen turbulencias. ¡Vamos a hablar del regalo de mi vida! Eso significa que estamos entrando en aguas pantanosas y será una misión casi imposible salir indemne de este “fregao” en el que yo solita, sin la ayuda de nadie, y por voluntad propia, me he metido. Los que me conocen de cerca ya saben porque digo esto. Y es que hacerme un regalo a mi da miedo. Si no fuera porque casi cada año le toca a mi cuñado el papelito del amigo invisible con mi nombre, no me extrañaría que mi familia tuviera un tinglado montado, como una especie de rifa o votación alternativa para decidir a quién le cae el muerto de los regalos del año. El muerto soy yo. Pero como he dicho, normalmente el agraciado es mi cuñado Josep, que se lo curra un montón, el pobre. Y siempre pienso que no soy lo bastante efusiva. Gracias Josep por las pulseras, collares, bolsos, colonias, pamela, bufandas, secador de pelo, libros y muchas otras cosas más que me has regalado durante años. De todo corazón. Y no es ironía.
La ironía comienza ahora.
Lo de este año tiene traca. Me refiero al regalo de Reyes. Casi supera el juego de toallas que me regalaron en 1998, precioso, pero me llevé un disgusto que ni te cuento. No me preguntéis porqué, ni yo entendí muy bien mi reacción. De hecho, fui yo la que le dije a mi padre por teléfono desde Londres, donde había vivido dos años, cuando estaba a punto de volver: — ¡Papá, te aviso de que voy a tirar las toallas! ¿Me oyes bien? ¡Voy a tirar las toallas! —dije gritando como una loca (en mi defensa quiero que conste el hecho de que estaba muy nerviosa por la vuelta en sí en general y en particular me agobiaba excederme demasiado en los kilos de equipaje permitidos por la compañía aérea). Yo creo que mi padre se lo tomó como una pista. O peor, como una amenaza. Mi disgusto cuando vi las toallas fue tal que me puse a llorar desconsoladamente. Y pasaron días que aún le daba vueltas al tema. Traumatizados, así dejé a mi padre y a su esposa. Creo que a partir de entonces se limitaron a regalar un sobrecito con dinero.
También antológico, pero de otra índole, fue el caso de la pulserita, que perdí el mismo día que me la regalaron. Eso fue en los años ochenta, cuando yo era una adolescente despistada.
Pero como he dicho antes este último año ha sido increíble el tema del regalo de Reyes, insuperable, épico. Para mear y no echar gota. El regalo lo escogí yo misma. No solo lo escogí, sino que lo compré yo misma con mi hermana mayor (pagó ella) y yo vi como lo ponían en una caja y luego en una bolsa y luego nos lo llevamos. Era un teléfono vintage de los años 70, de plástico. De color azul. Monísimo.
Pues jamás en la vida me he llevado una sorpresa tan grande como estas Navidades pasadas cuando desenvolví mi regalo. “¿Cómo puede ser? ¿Cómo se explica eso? Os preguntaréis… Pues lo mismo me pregunté yo cuando abrí el paquete y vi lo que había dentro. Era un teléfono vintage pero de madera y de los años 30. Estaba flipando y la verdad, un poco mucho indignada. Miré a mi hermana mayor con cara de “¿qué-coño-es-esto”? Yo quería mi teléfono y no ese, que era muy bonito, no lo negaré, pero no era el mío. Y mi hermana me hizo señales indescifrables, excepto la de que me callara, ésa la entendí perfectamente.
Pero la cosa no acabó aquí. Le toca el turno de abrir el regalo a mi hermano. Rompe el papel y: ¡sorpresa! allí está mi teléfono. MI TE-LÉ-FO-NO. Vuelvo a mirar a mi hermana y dale otra vez con esas señas incomprensibles. Excepto la de “O te callas o te mato”, ésta la entendí perfectamente.
Otra persona se habría relajado y esperado, para intentar aclarar las cosas, a que todos los humanos allí presentes (muchos) hubieran acabado de abrir sus respectivos obsequios. Lo intenté. Juro que lo intenté. ¡Y lo conseguí (callar y no montar un espectáculo)! Lo conseguí durante cinco segundos enteritos.
Pero en el momento en que oí que alguien le decía a mi hermano: —¡Qué chulo! — refiriéndose a su regalo, o sea, a mi teléfono, no pude seguir con esa farsa. Y exploté: —¡Es mío! — dije un poco (muy mucho) exaltada. —¡No, que es mío, coño! — contestó mi hermano (que flipaba con el regalo, pero supongo que al ver mi exacerbado interés defendió lo que era suyo, por instinto y para joder también, seguro) —Mira, no sé qué ha pasado, pero este teléfono lo elegí yo para mí. Si quieres quédate con el otro, que también es muy chulo —insistí yo bastante nerviosa y con las lágrimas amenazando de hacer acto de presencia.
La cara de mi hermano, y la de las personas que estaban lo suficientemente cerca de los dos como para escuchar lo que decíamos, era un poema. Bueno, más bien la mía era un poema. La suya era dos ojos como platos y la boca más abierta que el culo de Wenceslao. (siempre he sido muy fina yo, desde pequeña).
A partir de aquí los recuerdos son borrosos. No sé cómo transcurrió la “cosa” ni como me enteré de lo que había pasado. Pero me enteré. La “cosa” tiene tela. Resulta que yo le había dicho a mi hermana Julia el regalo que yo quería: un teléfono vintage. Y también se lo dije a mi hermana Mari Carmen, que además coincidió que lo comentamos un día que había venido a Barcelona y como en Lleida igual era más difícil de encontrar decidimos que cerrábamos el tema ya y lo compramos con la idea de que ella avisaría a la familia para ponerse de acuerdo con mi amigo invisible. Se le pasó. Lo de avisar a la familia….
Y a la hora de colocar los regalos le supo mal por mi otra hermana y guardó el bueno. ¿Pero como llegó hasta mi hermano? Pues resulta que su regalo era un sobrecito con dinero y mi hermana y mi cuñado se alarmaron porque no lo vieron. Y entonces recurrieron al regalo que habían apartado. Mi teléfono. Digno todo de un episodio de Benny Hill.
A partir de aquí, cualquier cosa que escriba parecerá poca cosa. (Mucha “cosa” escribo yo…).
A pesar de ello, no puedo dejar de mencionar ciertos regalos que también me han marcado la vida, especialmente uno, el regalo de mi vida. ¿Qué será, será? El padre de mi hijo es de las personas que más ha acertado siempre. Me conoce bien. O me conocía. Nunca le ha temblado el pulso a la hora de escoger mis regalos. A él le debo los perfumes que llevo y que hacen que la gente me diga: ¡Qué bien hueles! Él me compró un ebook, al que le he sacado mucho rendimiento. Y, sobre todo, el mejor regalo del mundo, nuestro hijo Simó, un gran regalo (envenenado).
Mis amigos me regalaron un álbum de fotos (vacío) y un diario (en blanco) en una fiesta sorpresa que me hicieron antes de irme a vivir a Londres. En enero de 1996. Veinticinco años después ambos están llenos de recuerdos y sobreviven mudanza tras mudanza. Mis hermanos y primos me regalaron un reloj muy bonito en una cena de despedida que organizamos también antes de partir para la Gran Bretaña. Pero yo soy gafe con los relojes y siempre los estropeo. No los rompo, no. Los estropeo. Se paran, se atrasan, se adelantan. Siempre he mantenido una relación muy peculiar con el tiempo. Esto de los relojes debe ser una alegoría del tema.
Mi abuela me regaló su alianza de boda, que también desapareció. Yo es que estoy poco apegada a las cosas materiales. Menos mal….
Mi regalo preferido de la infancia, ya lo he contado muchas veces, fue el puño de Mazinger Zeta. Era un mecanismo muy sencillo (un puño enorme de plástico que llevaba una goma gruesa por dentro de manera que estirabas de la goma, como en un tirachinas y el puño salía disparado) pero que funcionaba.
Libros. Otro gran regalo (aunque a veces los leo y a veces no) que siempre es muy bien recibido. Y discos. Últimamente me han caído algunos de estos. Muchas gracias.
Sin embargo, el regalo de mi vida no es ninguno de los que he mencionado. Seguro. El mejor regalo tiene que ser, sin duda, un regalo que haya hecho yo. Soy generosa por naturaleza y he regalado de todo, incluso mi voto. Y lo volvería a hacer. Y lo volveré a hacer. No específicamente lo del voto, que no lo sé, en general, me refiero.