Voy a empezar este relato con una duda. Cuando me refiero al funeral de mi vida, ¿puedo incluir mi propio funeral o ese sería el funeral de mi muerte? Si hay un lingüista en la sala que tenga clara la respuesta, por favor, que nos ilumine con sus conocimientos semánticos y ponga remedio a este interrogante y duda existencial, nunca mejor dichos.
Y dicho esto (vaya con tanto dicho) voy a empezar por describir cómo quiero que sea mi funeral. Y que quede claro que esto es una primicia en toda regla. Y que quede claro también que, si antes de mi muerte no dejo otras instrucciones al respecto, este documento debería tener la suficiente validez legítima (legal no lo sé ni me importa) para que mi voluntad sea respetada. Y así lo dejo escrito. Es muy sencillo. Lo que yo quiero, cuando me vayáis a despedir, es que en la sala donde tenga lugar el ritual, ya sea el propio tanatorio o un “chiqui park”, se organice una proyección de la película La vida de Brian de los Monty Python y que la gente se vaya de la sala tarareando “siempre mira el lado bueno de la vida” (always look on the bright side of life).
A ver si yo tengo más suerte que mi abuela, que se pasó media vida diciendo que en su funeral no quería recordatorios, que la gente se los dejaba en el banco de la iglesia sin ningún tipo de miramiento. Pues uno por el otro, la casa sin barrer, y recordatorios que te pillo. Increible.
Ya sé que es hablar de muerte y la gente se empieza a poner nerviosa. Nada, que la muerte no nos gusta, no nos gusta nada de nada. Y que igual tendríamos que empezar a meditar sobre el tema y a darnos cuenta de que todos nos vamos a morir. De hecho, pienso que es más fácil aceptar la muerte propia que la muerte de los seres queridos y si no me creéis, os invito a que hagáis el ejercicio de imaginaros ante ambas situaciones.
Como dijo un conocido filósofo (o fui yo…): morirse es una putada. Aun así, a no ser que seas creyente y te hayas portado mal, sabes que una vez muerto ya no sufrirás. Sin embargo, si ahora te planteas como te sentirás ante la muerte de una persona que quieres, también sabes, o intuyes, que sufrirás, no solo por ella y porqué ya no pueda disfrutar de la vida sino por ti mismo y porqué ya no podrás disfrutar de tu propia vida junto a ella. Y ese pensamiento, sentimiento o vacío, dilo como quieras, puede acompañarte hasta el día de tu muerte.
Por ello, en el fondo, pienso que los funerales no son simples convenciones sociales. Son importantes. Opino que para afrontar una pérdida de una manera sana es necesario algún tipo de ritual que sirva de punto de inflexión para aceptar, primero. Con el paso del tiempo, poco a poco, si aceptamos la muerte, seremos capaces de transformar los recuerdos dolorosos sobre esa persona en parte de nuestro propio yo.
Yo he llegado a tan sabia conclusión con el paso de los años y de los golpes que me han traído la vida y la muerte. Solo hace falta mirar atrás y observar la relevancia con la que en todas las civilizaciones los rituales funerarios han estado presentes. O comprender la desesperación de los familiares de personas desaparecidas, que no pueden dar el paso, o hacer el clic, aunque esté más que claro que sus seres queridos y no encontrados ya hayan fallecido.
El hombre (y la mujer) del siglo XXI, en general, se cree más poderoso que nunca a pesar de su pobreza moral, que nunca fue tan pobre. ¿Cómo si no, se puede explicar esa negación de la muerte? Es de traca que seamos tan necios de banalizar las costumbres que la visibilizan y que, y está pasando, dejemos de ir a los funerales de amigos, conocidos o incluso familiares por pereza o por falta de tiempo.
En los últimos años he ido a tres funerales de familiares de tres compañeros de trabajo. Lo que más me sorprendió en dos de ellos fue la presencia cero de otros compañeros y jefes. Gente a la que ves cada día… Es lo que tiene la falta de humanidad y de humanismo. Y la verdad, ambos funerales fueron un espectáculo en sí.
Uno era el funeral de una mujer de 50 años que había estado enferma durante más de diez. Había mucha gente. Todos llorando, excepto el viudo y las hijas. Oficiaban la ceremonia tres curas y uno de ellos lloraba también. Sin poder contenerse. Eso no lo había visto nunca.
El otro funeral era de una señora mayor y los nietos le dedicaron canciones a ella y al abuelo que estaba en el primer banco de la iglesia, tal cual Ernest Hemingway, con la barba blanca y mucha planta. Los chicos hicieron promesas en voz alta sobre temas varios. Y también peticiones. Y hubo uno que incluso se atrevió a cagarse en la Iglesia y exigió que asumieran responsabilidades por errores y daños cometidos. Fue épico.
Una vez asistí a un funeral laico que también fue precioso. Hay que ver la gente como se lo curra. Parlamentos originales, canciones, power points, etc. Y eso que en teoría no tienes mucho tiempo de margen. A no ser que te lo vayas preparando con el muerto en vida. Hablando de eso, y no puedo decir nombres, yo viví y participé de un paripé para un futuro (futuro de entonces, ahora ya es pasado) muerto ilustre. La cosa es que, como venía fin de semana, mientras el pobre hombre agonizaba, un viernes por la mañana ya se lo estábamos organizando todo todito. Y así, cuando el hombre ya estuvo frito, eso pasó dos días después, en domingo, fue solo cuestión de apretar un botón.
En el funeral del padre de una amiga, oficiado por un cura muy cercano a la familia, en el momento de explicar las virtudes del recién traspasado, el prelado insistió demasiado en el hecho de que “a pesar del mal carácter” había sido buena persona. Lo dijo tantas veces lo del mal carácter (era su opinión) que yo creo que a nadie allí presente se le olvidará esa peculiaridad tan subjetiva del difunto y este será injustamente recordado entre los no muy allegados por un rasgo que no es relevante ni significativo ni tan siquiera fiel a la realidad. Sin duda, ese fue un sermón con un desafortunado enfoque.
¿Qué más? Pues en el tanatorio del padre de mi cuñado, hace unos añitos, llegó una señora del OCASO y justo me preguntó a mi si podía hablar con alguien de la familia. Yo que me acerco a él (cuñado) y le digo: —Salvador— indicándole con la mano a la señora. Justo entonces iba añadir que la susodicha venía del seguro de la funeraria, pero Salvador fue más rápido que yo y cuando me di cuenta ya le veo dándole dos besos a la mujer, pensándose que era amiga o conocida o una prima lejana. Si es que en este país los besos los tiramos, no los damos…
Después están los funerales a los que no vamos porqué nadie nos ha avisado. De este tema saben mucho nuestros padres y da mucho de sí. Como se trata de unas batallas que no me van y el asunto no me enfurece particularmente, voy a preguntarle al Carcamal si nos quiere deleitar con una opinión ocurrente al respecto en uno de sus magníficos escritos.
Y no puedo terminar sin mencionar el funeral que nunca llegó a celebrarse. Yo ya sé de lo que hablo, pero no lo voy a explicar aquí. A veces los recuerdos son demasiado dolorosos para ponerles palabras.