La llamada de mi vida

Llevo años, muchos años, mentalizándome de que cualquier cosa puede pasar en cualquier momento. A mí, a mis padres, a mi hijo, a su padre, a mis hermanos, a mis sobrinos, a mis amistades o, incluso, a mis lectores. Me imagino con el teléfono pegado a la oreja mientras escucho una voz profesional y correcta que me informa de algún triste suceso. Ese día yo ya estaré preparada para ir al hospital, o a la escuela, o a la comisaría, a recoger los restos.

Por defecto, cuando suena el teléfono yo me temo lo peor. Me sucede lo mismo cuando en Twitter veo que algún personaje famoso es trending topic. Automáticamente, mi cerebro interpreta (casi siempre se equivoca, por cierto) que el sujeto en cuestión, con independencia de su edad, profesión y nacionalidad, es noticia porque ha fallecido. Soy tan mala persona que alguna vez, al comprobar que el susodicho sigue vivo y coleando (es decir, dando la chapa) me llevo una buena decepción. No diré nombres. ¡Mario Vargas Llosa! Ups…

En mi vida, como en la vida de todo el mundo, supongo, el teléfono es un instrumento del demonio. No solamente condiciona la manera en que me relaciono con el prójimo, con conversaciones y también con silencios, los cuales curiosamente me dicen más de lo que deseo escuchar, sino que también condiciona mi manera de relacionarme con mis futuros recuerdos. Recuerdos felices de los grandes momentos de gloria y también recuerdos tristes de los otros momentos, probablemente aún más grandes, si cabe, esos que generan una desdicha profunda.

Me pregunto si se ha entendido algo de lo que quiero decir. A ver, simplificando, que es gerundio, para que a nadie le salga humo de la cabeza, me refiero a que algunas llamadas de teléfono nos cambian la vida. Un accidente, el resultado de una prueba médica, un premio, una oferta laboral, una llamada perdida, una muerte, una vida, una amenaza, una vieja amistad, una disculpa, una promesa, una llamada que no llega, una decepción, una despedida, una declaración de amor, una broma, etc.

Dicho esto, después de darle no demasiadas vueltas (si soy sincera) paradójicamente, si tengo que elegir una llamada que me ha impactado, no será ninguna de este tipo. Es decir, no elegiré una llamada por su contenido, si no que lo haré, cuando llegue el momento del balance final, por el sujeto que llamó. Así que me quedo con la vez que hablé Gregory Peck. Bueno, exactamente no me llamó a mí, llamó a su hija Cecilia, que trabajaba en la productora en la que yo hacía prácticas cuando estaba en Nueva York, en el año 2000. Ya me habían advertido de que podía ocurrir, pero aún así sentí una gran emoción, poco propia de mi, por cierto, pues la mitomanía nunca ha sido una de mis debilidades.

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